Recuerdo el día que la Virgen de Fátima me escribió estando en clase de Historia. Por la altura del curso, se estaría muriendo Franco o poco le faltaba, según el ritmo que llevara doña Amalia Gómez, mi profesora. Y, en mitad de la cátedra -porque esa señora no daba clases, sino cátedras-, me llegó un mensaje al móvil, de la Virgen de Fátima. Si a Ulises o a cualquier personaje de literatura clásica se le presentaban los dioses disfrazados de pordiosero, de anciano, de bella pastorcita... a mí se me presentó la Virgen con un mensaje escrito por un carnavalero que seguía vestido de lobo marino y aún no tenía más que un primer premio. "Tu madre ya ha dado a luz". Me he inventado el mensaje, porque no lo recuerdo. Y dudo mucho que la Virgen de Fátima de aquel entonces no utilizara alguna broma o algo así por la confianza que tenía conmigo, alejándose de parecerse al arcángel San Gabriel. Que en paz descanse. Así que avisé en casa, llamé a mi novia para decirle que nos teníamos que ir en cuanto saliera del instituto y, con mis recién estrenaditos dieciocho años, cogí el tren con mi hermana y mi novia -por enésima vez, a cuenta de la "custodia compartida" que no entendía de fronteras ni peajes-, camino de la oxidada y deslucida taza de plata, a la que tardaron en volver a darle brillo.

Hubo quien no pudo superar su propio orgullo ni los mensajes evangélicos, apostólicos y romanos, tan hirientes, de los curas franquistas, que yo estaba dando en clase, y no se rindió a esos ojos tan redonditos, esa nariz porrona y esa "chorla" que heredó de cada lado del peaje. Sin embargo, mi pragmatismo y frialdad ingenieril solo duró unos meses, hasta que abandoné el término "medio hermano" para convertirlo en "pitufo".

Las películas de "La hégira", "Un año en la playa", "Volviendo a las andadas", "La hégira. Parte II" y "El aislamiento" siempre fueron de mis favoritas para noches de pesadilla o para escribirle a la soledad de las lágrimas. Pero como ya murieron los títeres de la insolencia y el vino se evaporó en un horno a más de dos mil grados, prefiero quedarme con el orgullo diario que siento al tener como hermano a alguien que ya es más alto que yo; enorgullecerme del temple y la nobleza de aquellos ojos redonditos, que ahora miran con la suspicacia que provocan los años, y de la nariz igual de -utilicemos otro término- pimporreta, que huele el peligro antes de sufrirlo.

En estos quince años, he visto a mi hermano crecer y nunca sabré si como un hermano mayor alejado (se parece a mi nombre), un primo que no vive con él, uno de sus tutores o casi como un guía paternal, ante la omisión intermitente del suyo natural. En cualquier caso, he podido disfrutar (aunque menos de lo que me hubiese gustado) de sus pelados de cacerola, de sus ceceos conileños, de su constante curiosidad, de su cabezonerío, de sus inicios en el mundo friki, de sus sueños en Nunca Jamás, de sus intachables notas, de su hombría y su señorío cuando más falta ha hecho, de su sonrisa, de su dentadura mellada a medio metro del suelo, de sus partiditos en el FIFA, de sus patadas "karatecas", de sus paradones en Pino Montano y de las manos que iban amoldando su propio carácter, en un camino que no le pusieron fácil desde que echó su enorme melondro en el carrito.

El tiempo, los amigos, las novias, lo alejarán de mí de manera inexorable. Dieciocho años de diferencia son demasiados. Yo fui el primero que, por la carrera, por el fútbol, incluso por la novia, elegí la distancia, ahorrando discusiones en mi familia sobre quién es el más egoísta. Y más cuando mi hermana se convirtió en arcángel, que prefirió revolotear por su entorno, con una espada al cinto y vigilar qué se hacía de él...

Sus facciones ya no son las de aquel bebé gracioso que sabía ponerte carita de gatito de Shrek, mientras mordía el chupete (pipo). Ahora tiene la cara de un adolescente quinceañero con necesidad de afeitarse cada dos días y el entrecejo fruncido, de seguir protestando ante la incomprensión de cumplir las normas. Cara de "yporqué". Pero el recuerdo de esos ojos redonditos y el pegotoncito de nariz me acompañará siempre, gracias a la foto que llevo en mi cartera, como si fuera la Virgen de Fátima.

Felicidades, pitufo.


No hay comentarios:

Publicar un comentario