Firme, en la puerta del Pull&Bear. Cruzado de brazos, viendo pasar a montones de niñas con bolsas con una falda, un top… pipipipipi. Un momento, por favor. Vuelva a pasar. ¿Tiene el ticket? Vale, disculpe. Y así pasaba las mañanas. Y las tardes. Como segurata, que le llamaban los amigos. Aburrido, pero con un contrato fijo. Y los brazos fornidos, espalda ancha, hombros duros como roca de espigón y un semblante de pistolero de spaghetti western. La pistola la tenía. El poncho de Clint Eastwood, no. La barba de una semana, que eso ahora tiene tirón. Uniforme estrecho, camisa por dentro.

En verano aquel trabajo era un coñazo. La tienda está en el edificio en el que la sombra llega al final de la tarde. Salía a la calle, veía pasar a la marabunta de turistas con sus Canon, sus bolsas de la tienda del Real Madrid. Solazo en la cara. Entraba un rato para volver a refrescarse con el aire acondicionado –a cañón- de la tienda, volvía a salir. Otra marabunta. Ahora de niñas pubertosas en el quinteto orgásmico ZARA-Bershka-Primark-H&M-Pull&Bear- Joder, qué calor. Señora, eso le ha pitado. Sí, no se preocupe.

Pero entonces sonaba la guitarra. La guitarra que se ponía justo delante de la puerta, cada día, casi en el bordillo de la acera, a tocar para que los caminantes llenasen de monedas una gorrilla colocada en el suelo. El chico salía, miraba embelesado aquellas notas que flotaban por encima de los grupillos de adolescentes que se paraban a escuchar una versión de Alejandro Sanz, de Pablo Alborán, de Manuel Carrasco. Merecía la pena quedarse unos minutos y escuchar la voz rasgada de alguien que osaba plantarle cara al tráfico de Madrid y al estruendo cercano de la parada de Metro de Callao y los cines de la plaza. La música machacona del establecimiento se entre mezclaba con las vibraciones de aquellas cuerdas acariciadas con suavidad. Le daba la vida. Al chico de seguridad se le erizaban los vellos cuando llegaba un tono alto de aquella voz acompasada con el rasgueo de las cuerdas. Un impertinente camión de basura. Un Lamborghini cabrón reventando el tubo de escape, parado en el semáforo. El chico levantaba la cabeza, perseguía la melodía detrás de la gente, buscaba el origen, la fuente que emanaba el verdadero refresco de la tarde. No va a pasar nada porque me mueva de aquí un momento. Y se unía a los adolescentes. Solo un momento. Y volvía a la columna junto a los detectores de alarma con una sonrisa, cuando el final de la canción era cerrado con un tímido aplauso del público. Cerraba los ojos, pensaba en esa guitarra que sonaba, buscaba las manos para que ojalá lo acariciasen a él como parecían hacerlo con las cuerdas de la guitarra. La voz sobresalía de vez en cuando por encima de todo. Él miraba, sonreía. Seguía escuchando. Y así hasta las diez de la noche. ¿Queda alguien dentro? Pues cierro. Bajó el chirriante cierre metálico interrumpiendo, por última vez, la música de aquellas cuerdas. El segurata miró al chico de la guitarra. Éste se levantó, cogió lo poquillo que tenía en la gorra, y se acercó al Pull&Bear.
- Otra vez has estado genial. Sobre todo con las de India Martínez.
- Gracias, cielo.
- ¿Nos vamos a casa?
- Vámonos.

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