Siempre pude matarte. No era difícil. Siempre he sido superior, muy superior a ti. Yo soy el ser humano, no lo olvides. Tu te restregabas por el suelo lleno de mierda, te metías por el cuerpo cualquier cosa que te sirviera como sustento. Qué asco. Ensuciaste las habitaciones en las que entraste con tu pestilencia, a veces inapreciable por el silencio que te rodea. Pero no te he matado aún. Nunca he querido. Siempre me ha dado cosa matar a un ser vivo. A veces por miedo, a veces por asco, a veces por simple superioridad moral. Pero siempre te librabas. Hacía como que ya no me importaba que caminases con tus asquerosas patitas alrededor de mí, pero me seguía dando asco. Miraba para otro lado. Me sigue dando asco. Ahora te veo ahí, atrapada en una trampa de la que no puedes salir y me encanta mirar. Reconozco que alguna mueca se me ha escapado al verte sufrir. Te mueres. Y no te mato. Pero te mueres. No sé cuánto tardarás en morirte, pero te mueres. No he usado un veneno que acabase pronto, porque me apestaría la casa a insecticida. No di un zapatazo cuando pude, cuando estabas cerca, porque soy muy malo jugando con los pies. Y no ha hecho falta nada.
Te mueres, animal. 


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