El salto de una ola contra el espigón. El tamboleo de una barquilla a media tarde. La espuma que derrumba castillos de arena. El mar no para de enseñarnos la fuerza que tiene. Se esconde, alejándose de la orilla y, cuando vuelve, baña todo lo que le apetece. Todo lo que le permite su ímpetu. Gozo. Libertad.

Cada vez que me sumerjo en el mudo escenario del Atlántico, rodeado de peces que revolotean sobre mí como si fuesen pajarillos a cámara lenta, mi sangre cambia su ritmo, mi cabeza se mantiene a flote y mis movimientos se acompasan a la libertad de las corrientes.

El mar, de telón azul abisal o verde enrabietado, es un secreto que no todo el mundo se atreve a conocer. Impone, claro. La mecida del casco de un barco, los cuerpos tostados sin vida que llegan a la playa y la imaginación que ha creado más criaturas fantásticas de los que la naturaleza realmente inventó hacen que solo unos pocos seamos los afortunados que podamos llamarlo amigo. Aunque no lo sea. Simplemente, hay confianza.

Un fondo de corales naranjas, escondido entre las rocas repletas de anémonas y algas que simulan los líquenes de los árboles, protege el hogar de un calamar, de un congrio, de un centollo, de un pulpo. O de todos a la vez. El silencio de una corriente arrastra a los pececillos más pequeños y el vaivén de las algas te avisa de que en el fondo también hay vientos, pero no cometas. El mar, la caída en picado y la manera más fácil de llegar a un cielo azul lleno de libertad.

El mar, la Libertad.

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