La Huida. Parte I

Alex González / undefined 07, 2025


Lo primero que recordé cuando me enteré que debíamos marcharnos del país fueron las escenas de “El cuento de la criada”, en la que separaban a los padres de sus hijas. También “La lista de Schindler”. Y otras muchas películas de nazis. Era algo parecido: estábamos en guerra.

Pero en las series no salen cosas, como tu trabajo, tu casa y la familia que decide quedarse. La duda sobre si marcharnos o no la resolví rápido, en cuanto recogí a mis hijos del colegio y les di un abrazo; no iba a soportar perderlos por mis gilipolleces egocéntricas ni delirios de grandeza. Resolver el mundo, a veces, consiste en destrozar primero el tuyo. Al principio, mi mujer y yo pensamos en un exilio a Italia, como esa Erasmus que nunca tuvimos. Pero pronto cerraron las puertas transalpinas y negaron cualquier ayuda. Esto no iba a ser un viaje de estudiantes. Francia, de nuestras vacaciones por Arlés y Avignon, nos traía bonitos recuerdos, pero tomaron parte en el conflicto y tampoco estaríamos a salvo. Poco a poco, los países europeos más próximos eligieron un bando y se metieron de lleno en el mayor conflicto bélico de la historia, en el que todos tenían algo que decir y mucho que derruir. Solo nos quedaba América Latina, como para esos republicanos en el 36, que huyeron como ahora hacíamos nosotros, pero con un sentimiento de derrota. Nosotros no habíamos sido derrotados, porque no habíamos luchado aún. Pero sí nos sentíamos cobardes, pusilánimes. No posicionarnos era un problema hasta para nosotros mismos. A veces pensaba que era más un etarra; me veía como uno de esos vascos que cruzaban el monte y solo con ayuda de un amigo, de un cabrero y un falsificador de documentos, conseguía plaza en un buque a Venezuela, después de haber matado a algún político o haberlo intentado. Yo deseaba haber matado a uno. Sentía tanta rabia, tanta frustración y me sentía tan humillado, que hubo veces en las que pensaba coger el fusil y saltar a primera línea de batalla. Pero en vez de tirotear a otros desgraciados de mi calibre, agujerear la cabeza de uno de esos líderes que nos habían llevado hasta la guerra. Después, con llorar un poco, se me pasaba.

Se me cayó el mundo cuando vi la lista de papeles que había que entregar y los requisitos a cumplir, para que te permitiesen salir del país. Algunos eran tan ridículos que solo a través de trapicheos y teniendo los contactos adecuados podían conseguirse. No lo dudé, eché abajo cualquier principio moral que se interpusiese y tiré de agenda. Alguien conocía trabajando en la Delegación del Gobierno. Y como en esas novelas en las que la URSS enmaraña cualquier proceso y lo envuelve todo de desconfianza, incertidumbre, convirtiéndolo en algo siniestro, oscuro, aparecí en un cuartucho alumbrado con una bombilla sin plafón, una mesa desnuda y un oficial sentado delante, con gorra de plato, que no parecía ni del ejército español. Me preguntó por mi mujer, por mis aficiones, por mis hijos, por qué estudiaban en un colegio público, por qué nacieron en un hospital privado, qué tipo de incoherencia era esa, que si me creía un agente doble, si conocía a alguien de mi empresa que pudiera estar envuelto en embrollos políticos. Ahí se detuvo bastante, sabía que trabajaba para proyectos en la Administración Pública y casi me analiza contrato por contrato buscando nombres. Empecé a sudar, me movía mucho en el sitio, daba vueltas a la alianza, esa forma de hablar medio tartamudo, medio gangoso, que había conseguido superar y corregir, volvía a aparecer, haciendo que cada respuesta fuera un balbuceo poco convincente. Olía a cerrado. Volvía con las preguntas después de anotarlo todo. ¿Por qué había hecho proyecto con tal empresa? ¿Quiénes eran mis contactos en tal Ayuntamiento? ¿Por qué no estaba afiliado a ningún sindicato? ¿A qué venía no haber votado más que en dos elecciones? ¿Cuál era mi bando? ¿Qué opinaba de la guerra? ¿Por qué?

Cuando ya no le quedaron más preguntas en el Trivial y con la desgana típica de un funcionario al que has privado del segundo desayuno con sus compañeros por culpa de tus absurdos asuntos, restregó un sello de caucho sobre un documento con mi foto, como el que se recoge la polla después de haberse corrido. Lo miré como el paciente que espera más violencia de su dentista. Pero ya habíamos terminado. Salí de allí con una euforia contenida. Escribí un Whatsapp a mi mujer, pero ya estaba caído. Fue de lo primero que se encargaron de destrozar en los servidores de Europa. Y Telegram no usaba, así que la llamé. Le dije que fuera preparando las maletas.

No sabía si era el frío, los nervios, pero me temblaban las manos. En el camino a casa, por el carril bici, me derribaron. Pensé en el coche. No cogerlo fue un reto, un desafío a la delincuencia; las calles se habían vuelto tan inseguras, que no hacía falta pisar un barrio de los que llamaban “marginales” para que te atacasen. Toda la ciudad era marginal. Pero la gasolina estaba tan cara y racionalizada, que me pareció un lujo excesivo coger el coche para moverme. Me dolía la pierna, había caído sobre el bordillo. Me estuvieron siguiendo desde que salí de las oficinas del Gobierno. Sabían que llevaba algo jugoso: papeles sellados. Intentaron robármelos; una furia de ojos desencajados y dientes encharcados en espuma de rabia, me revolvía los bolsillos del chaquetón, me levantaba la ropa para encontrar su botín. Saqué fuerzas de donde apenas me quedaban y le di con los nudillos en la mandíbula. Lo noqueé durante un rato, pero, al momento, estábamos como esos animales de los documentales que se pelean hasta la muerte si es preciso por un trozo de carroña. A eso habíamos llegado. Se tropezó con el manillar y cayó de espaldas. La bici me salvó. Le di una última patada y pude escapar finalmente, ante la mirada de algunos testigos, que no se habían acercado a separarnos, ni ahora hicieron por ayudar al desgraciado convaleciente. En cuanto llegué a casa, vomité. Tenía náuseas. La guerra me estaba empezando a afectar en lo físico y no hacía falta estar alistado en el ejército. No encontré mucho en la nevera, cada vez teníamos menos y los supermercados habían sido saboteados. Decidí echarme en el sofá. Al rato, una vocecilla de pito me despertó: "Papillo, ¿qué te ha pasado en la frente?". Al día siguiente cogíamos el avión.

 


 

Próximamente: PARTE II.


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