Lobo Que Escucha mordió una lengua de búfalo y la escupió al fuego. El trozo que sobró se lo ofreció a Niebla De Invierno. Hizo lo mismo. Ambos jefes asintieron.

La pipa está hecha de cáñamo y la cazoleta es la cabeza de un águila tallada. Le cuelgan dos plumas blancas y negras. La nube de humo ya casi cubre los escudos colgados en las pieles que forman el tipi; solo se oye el chisporroteo de la leña.

Lobo Que Escucha es igual que todos los apsárokes; físico, de complexión atlética, experto en la caza y en el despiece de animales, un cazador empedernido; hombre sin miedo a viajar durante días, cargado con sus enseres, sus pieles y pastoreando los caballos. Al tener que defender tanta extensión de terreno -desde los cañones del sur de California, hasta las gélidas montañas de Alaska-, hay que dominar el arte de ser nómada.

Niebla De Invierno no entiende tanta perseverancia en las posesiones; Niebla De Invierno es un sioux que, como todos los sioux, conocen mejor la tierra del enemigo que la propia; un explorador insaciable que a medida que pierde terreno dejándolo atrás, conquista uno nuevo haciendo el escarnio de sus enemigos.

Y Lobo Que Escucha no entiende la obsesión por invadir. Lobo Que Escucha, después de ayunar en las colinas donde habla El Que Todo Lo Ve, sabe si tiene que mudar el campamento o debe esperar un poco más; los cambios de estación nunca le sorprenden. Los guerreros que ya no sirven para la guerra, las mujeres que ya no tienen hijos y los ancianos a los que solo les queda esperar a la Mujer De La Última Luna, permanecen apartados en un campamento junto al río; ya no los volverán a ver más.

Los sioux como Niebla De Invierno no entienden la soledad, pero sí el dolor de la muerte. Las guerras se llevan a los jóvenes como el frío y la nieve las hojas de los árboles. Solo les queda cantar al honor y al orgullo de sus seres queridos, junto a la fogata del campamento, para desearles un buen viaje al Cañón de las Almas Sioux.

Detrás de Lobo Que Escucha hay dos guerreros más, completamente en silencio y con los brazos sobre las rodillas. No fuman de la pipa. Uno de ellos fue quien mató al hijo de Niebla De Invierno. Al jefe sioux también le acompañan sus dos mejores guerreros, torsos descubiertos, pintados con franjas rojas y amarillas cubriendo sus cicatrices; el más fuerte lleva mucho tiempo mirando hacia el suelo, como si no quisiera participar, la cola de mofeta atada al cuello casi roza con el albero de la tienda. El otro guerrero es su hermano, más joven y delgado; él fue quien divisó a la expedición de los apsárokes y el primero en disparar. Hasta que no bajó el Padre Sol y se escondió por detrás de la montaña Pryor, no dejaron de escucharse cánticos de guerra y saetas de flechas endiabladas.

Lobo Que Escucha y Niebla De Invierno son sabios; conocen el dolor y el precio de la sangre. En absoluto silencio y sin apenas cruzar más que dos veces la mirada, escuchando la respiración de los guerreros en la tienda y compartiendo el tabaco que los apsárokes cultivan, son capaces de entenderse, de afirmar con varios cabeceos y de ofrecer al cielo sus medicinas y sus cantos mágicos.

Al extinguirse la llama de la pipa, los jefes se levantan agarrados de los brazos. Los guerreros se yerguen a la vez y comienzan a cantar una canción de los hidatsas, pero que todas las tribus de California conocen. Lobo Que Escucha levanta la piel de zorro que hace de puerta en su tienda y sale junto a Niebla de Invierno.

A pocos metros, un caballo marcado con la señal de la US Army aparece sin que nadie lo esperase, con un soldado de uniforme. Ningún apsároke ha soltado la lanza ni el hacha desde que se vio llegar. El guerrero con rostro de piel pálida se baja del caballo y saca de sus alforjas una enorme estera hecha con piel de búfalo. Está repleta de armas. La abre y enseña a los jefes un muestrario completo de rifles, winchesters y escopetas último modelo. El soldado blanco sonríe, pero no saluda, no sabe más idioma que el inglés. Lobo Que Escucha y Niebla De Invierno permanecen callados, miran las armas y cómo centellea el metal con el fuego del campamento. Con la boca a punto de decir algo y los ojos entornados, se dan la mano y se despiden por última vez; buscan la manera de atravesar la mente del otro, mientras cada uno por separado cae en la cuenta de que fueron demasiados hermanos muertos en la última batalla y esto no debería quedar así...



No hay comentarios:

Publicar un comentario