Cuentan en la serie sobre Balenciaga —biopic se dice, para no parecer una abuela—, que durante el sitio nazi de París, el diseñador, con fama ya labrada, no se posicionó políticamente ni mostró repulsa por el "nuevo régimen"; se limitó a seguir diseñando y a adaptar sus modelos a las limitaciones tanto materiales como legislativas, ya que las ostentosidades, los sombreros y las extravagancias desentonaban con el ideal alemán imperante. Con mala cara, pero siguió trabajando; tenía un por qué, su por qué, su objetivo, su idea de alta costura. «Siempre perteneció a las clases poderosas y ahora el poder lo tienen ellos».

Hay quien puede ver en esta postura cierto egoísmo. No lo niego. Hay mucho de la filosofía impopular individualista de Ayn Rand, de los años 40 y 50, novelada en "El Manantial" o "La rebelión de Atlas". Y hay quien se puede llegar a sentir identificado, como es mi caso. Por supuesto, nunca he tenido que vivir situaciones que me pudieran costar la vida, como en el 44, pero es habitual encontrarse con un conflicto en el que todos te piden posicionarte y sientes que, al no hacerlo, estás fallando a todos. ¿Hipocresía? Al principio, te miran con condescendencia, como si dieses algo de pena y se compadecieran de ti, pobre; con la mirada te dicen "qué bueno es". Pero cuando sigues sin marcarte hacia un lado u otro de la contienda —expresión manida, pero que me encanta—, entonces te tachan de bienqueda, de pusilánime. Aristóteles decía que el pusilánime es aquel que merece grandes cosas, pero no lucha por ellas y que, sin embargo, el magnánimo es quien las merece, quien es digno de ellas, y las consigue. Pero dudo mucho que quien te llama pusilánime a día de hoy pretenda hacerte magnánimo...

Lo reconozco, es una postura cómoda. De tranquilidad. Es lo que busco en mi vida y procuro no remover las aguas tranquilas en las que flota mi colchoneta mientras reposo durmiendo al sol, con gafas oscuras y una CocaCola a punto de derramarse. Probablemente siempre seré de los que están en medio. Y seré mal visto por aquellos que adoran un extremo y lo tienen todo tan claro, sin grises, con una razón amoldada a sí mismos y, a veces, incluso desactualizada, fija a un traje ya confeccionado antes de existir el conflicto. Pero yo tengo un por qué, puede que sean incluso varios, y un camino por el que ir —ese sería el cómo—, y salvo que se falte a mi moral y a mi ética, bastante estrictas por otro lado, intento avanzar hacia la meta, sin necesidad de torpedear a nadie y apartándome de torpedos que me lancen a mí. Y que lo de moral o ética estricta no les lleve a confusión; no es ir a misa todos los domingos sin faltar, ni esperar al matrimonio para copular; sino estricto en el cumplimiento y en exigirlo en los demás, con muy pocas concesiones y un enorme malestar, asco, remordimiento cuando incumplo mi propia palabra o no actúo acorde a mis ideas. Juzgar esta ética ya se lo dejo a otros más acostumbrados a ello.

Casi con toda seguridad, mentalmente, haya elegido dónde estar; mi posición la tenía clara incluso antes de que tú empezaras a pensar tu camino con tus cortas miras. Yo me limito a observar, en vez de valorar.

Ese objetivo, esa meta, puede que fueran las grandes pretensiones que Aristóteles pensaba que merecían los magnánimos, un triunfo individual sobre lo colectivo. Y los magnánimos no deben perder el foco, no pueden dejarse arrastrar por la masa o por las trivialidades, tienen que conseguir lo que merecen, puesto que no conseguirlas te aparta de poder serlo.

Por eso, quizás, para mí, lo más inteligente puede que sea hacer como Balenciaga, imitar su supuesto e impopular egoísmo, aunque teniendo claro su ideario. Quién sabe, quizás siguiendo su filosofía también termine cosiendo pa la calle...

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