Ya es añeja la palabra. Y el cacharro. Empezar un post así es una clara intención de teñir el blog de vintage, de retro, de convertirlo en un puesto del mercadillo de la calle Feria. Pero escuchando el otro día carnavales —al igual que con las marchas de Semana Santa, lo oigo durante todo el año; si la música es buena, lo es siempre, no solo en una fecha —, llegué hasta la presentación de Los Ángeles Caídos. Hay canciones que te llevan a otra parte, como el olor del perfume de una madre, el sabor de un postre de tu abuela. Aparecen unas alitas en los laterales de los botines y empiezas a flotar en el tiempo y el espacio —léase el post de relativismo y Stephen Hawking—.

Aquel día llegué al 11. El 11 de TUSSAM, el que me llevaba al instituto cada mañana durante algunos años (fueron tres y medio, pero la película es más larga y no da lugar en este post, aunque algo tiene que ver). Concretamente a los 11 que cogía en el invierno, casi primavera, de 2002. Cuando llevaba un mazacote de compact disc —por aquel entonces era lo más moderno para escuchar música— y tenía dentro el CD —nueva palabra también, aunque siempre será “el disco”— de “Los Ángeles Caídos”. Fue mi primer CD de carnavales; antes eran todas cintas de casette —nos pasamos ya con lo retro — y las escuchaba en un viejo walkman Sony —nos vamos a finales de siglo pasado—. Diez euritos. Y regalaban el libreto. Recuerdo perfectamente cómo tuve que colarme en el “backstage” de la comparsa para pedirle uno al mismísimo Ángel Zubiela, justo antes de coger el autobús de vuelta a Cádiz. Ese año cantaron en la Plaza del Triunfo. «Anda, toma, qué arte picha». ¿Qué arte de qué? ¿Sabes lo lejos que está Cádiz? Como para que se me escapéis sin comprar yo mi disco. ¿Y el VOTA PICHA no lo tenéis? «No, ese no». Lástima.

Y me subía al autobús cada mañana con los cascos puestos —auriculares la odio, con mi pésima vocalización, elocuencia y dicción oral, en la vida he ido apartando ciertas palabras que no hacen más que torpedearme el camino—, saludando al conductor, supongo que gritando, como suelo hablar cuando estoy a mi bola escuchando música. Y me acurrucaba en el último asiento del autobús, si no estaba ocupado por un grupo de adolescentes, poco más mayores que yo, que solía subirse justo en la parada de antes. Sin querer, me aislaba. Apretaba los cascos contra mis minúsculas orejas —un día tenemos que hablar de eso— y escuchaba los CDs creyéndome estar en el palquillo de jurao del Falla (por aquel entonces, enfrente de donde está ahora).

La puerta estaba cerrada. Pero yo entré. Casi sin darme cuenta. No hubo bombos ni platillos. Bueno, sí los hubo, pero en sentido literal, en vez de figurado, por esta vez. Los ángeles viejos miraron, pero poco; allí cada uno iba a lo suyo. Hubo quien tocaba la guitarra, quien cortejaba gaditanas, quien buscaba cómo pescar con el que algunos consideraban casi el mismísimo San Pedro. Sentarse a la derecha casi nadie podía, aunque yo estuve a punto. La mayoría nos sentábamos a la izquierda de los reyes de este mundillo. Pero solo algunos estábamos más cerca que otros. Nunca fue Cádiz la manera redentora de ir yo a ningún paraíso, pero se me ofreció, lo tuve a tiro. Y para un niñato de menos de quince años, todo lo que ofrecía una buena comparsa y lo que a ésta envolvía podía ser el tesoro del rey Midas, el tesoro de Monctezuma y de Cortés, el oro de Moscú y todos los tesoros de Willy el Tuerto. Pero en aquellos viajes en el 11, bordeando el Polígono, atravesando Begoña, la Cruz Roja y María Auxiliadora, la propia presentación me lo decía. Me lo adelantaba con varios meses o incluso años de antelación. Era un ángel caído. Y un ángel caído es el diablo. El Príncipe. Porque nunca fue rey. Ni yo, aunque pudimos serlo. Pero ni él supo serlo ni yo lo quise. Se quedó en eso, en un ángel caído.

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