Hace tiempo leí la biografía de Lenin escrita por Trotski y varios libros de temática soviéticaLos Diez Días que Estremecieron al Mundo, El Maestro Juan Martínez que estaba allí, Un Soldado Blanco en la División Azul.... No es fácil comprender el siglo XX ruso. Un siglo que empezaron antes de que acabaran el anterior y que explica mucho de la Europa de hoy. En estas últimas semanas, ha caído en mis manos qué expresión más pedante una biografía de Lenin escrita por el historiador Gerald Walter. No dista mucho de la trotskista, pero repara en detalles que ayudan bastante a entender mejor los hechos de 1917.

Lenin es un personaje de barro. Es una figura que han manoseado tanto, que lo han deformado. Tanto los Leninlovers como los Leninhaters. Hay que leer mucho y saber qué se lee, para convertirlo en la verdadera figura histórica que fue y la razón por la que supuso un cambio en la Historia de Europa.

No me hubiese llevado bien con Lenin. Era de esas personas que solo saben hablar de un tema y hasta que no les das la razón no paran. Incluso después siguen dándote la chapa: que si el poder para los soviets, que si las tierras para el campesino, que si la soberanía para el pueblo... Yo le aguantaría dos o tres parrafadas y ya intentaría no volver a quedar más con él, por lo menos hasta que no pasase la revolución: "Para la revolución hace falta una guerra; una derrota es el colmo del malestar. Y no hay peor guerra que una guerra civil, es una guerra defectuosa que asegura una derrota en el país". Lenin seguro que tendría un podcast.

Durante el instituto, esa época en la que nos empiezan a aparecer las ideas políticas como el vello en sitios hasta entonces desiertos, me consideraba un "progreconservador"; es decir, como esos políticos que dicen ser de centro, pero al final tienen cosas de niño pijo; no lo confundan con el que se dice derechista porque lleva pulseras con la bandera de España y, en mis tiempos, cuellos vueltos. Mis padres eran profesores, uno de ellos, funcionario; teníamos un piso en la playa y pedíamos al telepizza dos familiares, una vez al mes, normalmente después de venir del Continente con el carro hasta los topes. Clase media lo llamaban, aunque mis padres se levantaban a las 7 a.m. todos los días.

Cuando llegué a la Universidad (Escuela de Ingenieros), vi los precios de las matrículas, las becas, la intromisión del Santander, de la Caixa, las prácticas sin remuneración por mi bien, para ir cogiendo experiencia en una empresa con el horario de un niño de taller indonesio... Fue naciendo en mí un Trostki como el cactus de mi balcón, poco a poco y de pinchos cada vez con más mala leche, un revolucionario en lo teórico, que sabía lo que estaba ocurriendo, que lo comprendía cada año mejor y, sin embargo, no me preocupaba en cambiarlo. Seguía viviendo tranquilo y cómodo, disfrutando del capitalismo. He de reconocer que lo sigo amando, la verdad, no puedo negarlo.

Y a estas alturas ya de la película, en la que los vellos empiezan a caer, mis ideas políticas siguen igual que siempre: no soy lo suficientemente de izquierdas como para que me llamen izquierdista, pero ya sé lo que es la derecha. Y la izquierda no sé lo que es, porque la sociedad actual no me permite verla más que como una utopía teórica y un conjunto de valores similares al cristianismo, pero que reniega del mismo. Por eso la mayoría de mis amigos no saben en qué bando situarme. Si se da la extraña circunstancia de que hablamos de política, algo bastante poco probable, suelo dar la razón la mayoría de las veces al interlocutor; bien por desconocimiento, bien porque considero que es la solución a que termine de hablarse del tema.

Yo es que no sé discutir. Es que no me gusta. Puede que una cosa sea consecuencia de la otra. Como dice mi tita: "Yo es que estoy gordo de no discutir". Soy consciente de mi defecto. Porque es un defecto. Debería valorar más mis conocimientos o lo que yo pienso; tendría que agarrar más fuerte lo que sé, mis pilares culturales y educativos, y arrojarlos con desprecio, como hace mucha gente, en cualquier discusión. Con desprecio no hace falta, pero sí debería hacerme un poco más fuerte en las discusiones; aprender a discutir. Lo sé.

Odio el que gana un debate sin tener ni idea, simplemente porque se le da bien la oratoria y es capaz de maquillar cualquier verdad a su gusto. Un abogado, un filósofo y un argentino como ejemplos. Mi mujer como referente.

Discutir es como el sexo en esas parejas aburridas que llegan a los sesenta, si se tiene que hacer se hace, pero da muchísima pereza. No es que no tenga autoestima. Según dice mi señora esposa, este blog debería llamarse "Desde mi atalaya", juzgo como el aristócrata que llevo en mi interior. Puede ser. Pero para eso está twitter también, aunque tampoco suelo entrar en debates. Por vago o por superioridad moral, el discutir me parece algo aburrido, inútil. La mayoría de las personas no suelen cambiar de opinión por más que se les rebata. Termino por no discutir. Ese es mi problema. 

Ojo, otra cosa es que por respeto o veneración no sea capaz de discutir con alguien. Me pasa. Es igual de erróneo que el no enfrentarse a alguien superior por el simple hecho de la existencia de una jerarquía. He tenido jefes que he considerado como mis mentores y no les he discutido, por una confianza absoluta, ciega, a todo lo que decían/dicen. Y también he tenido jefes a los que no les he discutido, simplemente, porque eran mis jefes.

La gran mentira del liderazgo y el coaching actual esa herramienta capitalista que nos ha cambiado "Jefe" por "Responsable", "Director" por "Manager" y la máquina de chucherías por un estúpido sillón con forma de huevo da la oportunidad al obrero de expresar sus ideas al empresario o el patrón. La mayoría de las veces, bien por miedo, bien porque no sabe cómo hacerlo, las opiniones se van al fondo del río, creando un poso que, cuando toca limpieza en la empresa, sale a flote. Los jefes ya no existen. Son una serie de siglas como C3PO: CEO, CISO, CTO, CIO. Son unos personajes que recomiendan ir al gimnasio, no tienen por qué llevar traje y pueden aparecer en la foto de Navidad con la camisa remangada y una sonrisa aprendida o con todo su team abrazado. Este espécimen hará un mindfull completo, leerá varios consejos de bienestar organizacional en LinkedIn y se pasará por el chacra todas tus magníficas ideas, después de haber escuchado a un gurú con más charlas y vídeos en YouTube que experiencia laboral.

La burguesía, esa clase social que empezó quizás una generación atrás en la familia, pero cuyo legado algunos disfrutan sin haber siquiera conocido el oficio, ya no existe. Son unos cuantos apellidos, esparcidos por toda la geografía, a los que se les da las gracias por mantener la empresa a flote, sin echar gente a la calle, que supondría una revuelta política y social. Pocas veces no conocen al gobierno. Un gobierno formado por uno o varios partidos políticos, incluso los que se hacen llamar "socialistas" que al igual que en la Rusia de Lenin, son capaces de aliarse con la burguesía o con los derechistas con tal de obtener el poder—. Esta cúpula contrata gurús del mismo estilo que los jefes modernos, para que les argumenten como vulgares charlatanes, con milongas y artimañas, que las empresas no tienen ningún problema, que las condiciones de los trabajadores son las mejores posibles en la situación actual y todo lo que hay que hacer es sacarlos en la web de la empresa, leyendo un texto del departamento de Comunicación y aunque salgan con la misma cara que los etarras en los carteles de la Guardia Civil.

Lo más parecido a los bolcheviques en nuestro país, esos que surgieron para alejarse de los partidos que existían porque no eran consecuentes con sus ideologías, empezaron con un lenguaje que sonaba a barricadas, cambios, revolución, molotov, derrocamiento de la corona... pero se desinflaron. Se han convertido en una pantomima; han cedido a negocios capitalistas; se han dado cuenta de que todo está muy bien atado, controlado, que es difícil cambiar algo en lo que los bancos y el capital hayan metido la mano y pasaron a preocuparse de cosas mucho menos importantes, pero que hacían ruido y público. Se comportaron cuando llegaron al poder como esos pipiolos que dejan la Universidad y descubren el mundo laboral, la vida real; han olvidado la vieja palestina en el fondo del armario, junto a los volúmenes de "El Capital" de Marx, porque ya no tiene sentido en la sociedad de hoy día.

Cerrando el libro de John Reed, el de Lenin, el de Trotski y el de Chaves Nogales llego a la conclusión de que no creo que aguantara más de dos conversaciones con Lenin sin mirar el móvil y hacer como que me han mandado un Whatsapp, no me interesaría lo más mínimo nada de lo que me cuente...


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