¡Han traicionado a Curro! Estaba impresionado, asustado incluso, habían traicionado a su héroe bandolero, con el que compartía nombre y la afición por el campo. Costumbrismo andaluz con la esencia de su infancia.

Permanecía frente al televisor junto a su nieto boquiabiertos como si estuvieran en mitad de un bostezo. Al irse a publicidad, el niño decidió que aquello no podía quedar así; dio un salto para bajar del sofá y desenfundó su trabuco. El caballo lo tenía amarrado a una de las patas de la mesa de la salita. El abuelo lo entendió perfectamente, bajó también del sofá, aunque más despacio, como cuando el malo pillaba al Algarrobo de sorpresa en una siesta y tardaba en reaccionar. Se puso al galope y olvidó la pastilla que tocaba, ¡había que salvar a Curro!

Por el pasillo debieron perderse la artrosis y el dolor de cadera que lo dejó toda la semana en barrena. Las averías de los coches viejos ya no merece la pena arreglarlas. El nieto había llegado a la cocina, lo esperaba sabiendo que su caballo era mejor, siempre cogía ventaja. Cuando lo vio aparecer, ambos sonrieron como Curro y su banda después de rescatar a una bella damisela. «Quiero que me ames, para tener un sitio en el que venir a pedir agua».

El anciano era un cofre abierto de recuerdos; un aventurero lleno de arrugas que volvía a su pueblo de la sierra con cada capítulo; recobraba el vigor de aquel tipo medio analfabeto que trabajaba en lo que fuera con tal de seguir viviendo aventuras y que ha llegado a ser el anciano que ahora es, tan culto como el Estudiante.

En el camino del cole a casa, siempre hablaban de la última aventura de Curro. Era el abuelo casi el que más se emocionaba contándolas; mezclaba con anécdotas de su infancia, alimentando la imaginación del chiquillo. «Lávate las manos y a merendar, que empieza Curro». Obediente, el nieto cumplía y esperaba delante del televisor un nuevo episodio.

Seguían a trote por el salón, como si fuera uno de esos paisajes de Sierra Morena, cuando el abuelo se dio cuenta de que su caballo estaba cansado; tuvo que volver al sofá. La vida es una serie que no te avisa de cuándo echan el último episodio. El nieto miraba sin comprender, pero se sentó a su lado y volvieron a ver la televisión. A lo mejor rescataban a Curro. Seguro que estaba bien; seguro que era un plan infalible, un señuelo para que los malos pensaran que Curro estaba acabado. El abuelo, con la respiración que sonaba a pasillo de hospital, pero con la sonrisa de un maestro, miraba a los ojos llenos de chiribitas de su nieto, deseoso de saber cómo terminaba la aventura. Curro, mientras amarraba bien el caballo, con la mirada grisácea del que le queda poco que ver, miraba de nuevo al niño. Si alguna vez dejamos de correr aventuras juntos, no temas: la historia que nunca se acaba es la que se cuenta de abuelos a nietos.

 


 

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