La Noria a la entrada, en el descampado, no fue la mejor imagen de Aviñón (Avignon). Sin más que piedras, un aparcamiento y un río algo más lejos, parecía los restos de la noria de Pripyat.

Pero al cruzar la muralla por esa puerta que parece un pasadizo secreto de las películas de caballeros y princesas medievales, la piedra se levantaba y los techos de pizarra, aún húmedos del rocío al amanecer, se impregnaban del olor a pan recién hecho. Entonces sonaron esas campanas (cloches).

El tañido amargo, templado, de cientos de años de bronce, inundaba las calles estrechas alrededor de Saint Agricol. Aquella vieja iglesia y su torre del campanario, sin apenas valor para el turista medio, emborrachaba con sus repiques a los que paseaban de verdad, al que mira, escucha, huele y siente una ciudad nueva.

No era el castillo de los papas, ni el jardín alto, ni el puente que se "llevó" esa canción en francés tan cursi. Era una iglesia de barrio. Y sus campanas.
No entré aquel primer día, aquel domingo en el que era demasiado temprano para los turistas. Pero me paré, eché la espalda sobre el muro más cercano y levante los oídos y la vista para encontrar aquella maldita torre, que me tenía paralizado en un sueño medieval, en un pueblo de monjes, frailes y sacerdotes paseando alrededor de mí, con las manos metidas en un hábito que daba cierto halo de misterio y con esas capuchas que solo dejan ver un poquito del mentón y la nariz del más aguileño.

Entré en todas las salas que edificaron aquellos papas "rebeldes", dentro de su fortaleza. Olí todos los ramajos de lavanda que salían a nuestro paso. Me asomé al balcón que separaba un puente de su río. Pasé por callejuelas escondidas entre rocas que antes fueron foso. Pero en ningún lado sentí lo mismo que en la impresión de mi llegada. Las campanas de San Agricol.

Fui a Nimes, Montpellier y Cannes. Pero cuando volví, un último día en Avignon, busqué la manera de entrar en aquel campanario. La iglesia, seamos sinceros y dejemos los repipis eufemismos y las metáforas, parecía que se iba a caer de un momento a otro. Gótico. Del bueno. La piedra gris del medievo, un retablo casi inexistente, un puñado de velas mantenidas por alguien de la asociación parroquial de caridad y unos veinte bancos de madera que crujían como si te estuvieran avisando del peligro de sentarte en sus oscurecidos tablones. Techo altísimo y un campanario imposible de subir de un tirón. Sonrisa francesa del párroco al verme sudar y un aviso: a las 18'20 sonarán otra vez.

Y pude grabarlas, pero mejor desde la calle. Imposible captar lo que realmente quería, esa primera impresión de Avignon (sigo sin contar la Noria). Ya había más turistas y coches. Ya no era el medievo, era martes.

Pero sonaron. A las seis y veinte, como me dijo el párroco. Y el tañido último de las campanas, más tenue, me sirvió para despedir una ciudad en la que me hubiese quedado un día más, con tal de volver a escuchar las campanas de San Agricol, al amanecer, bajo una buhardilla con techo de pizarra .


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