Hoy te vas a dejar de mariconadas. La frase de papá sonó por encima de Los Trogloditas y de Loquillo. Apareció apoyado en el quicio de la puerta, con las manos metidas en el barbour y una gorra de cuadros puesta a conciencia. Bien encajada. El chico bajó el Víbora y apartó la mirada un momento de la revista que leía tumbado en la cama. Quita eso y vístete con algo decente, que nos vamos. Y se fueron.
El pantalón de pitillo ajustado se convirtió en uno de pana gorda. En septiembre todavía hacía calor, pero "era lo suyo". Las camisetas anchas, las hombreras y los colorines se quedaron pasando la tarde en el armario y, sin embargo, la estúpida camisa gris de la percha, llena de botones elitistas que se agarraban al hojal con extrema firmeza, se ajustó al pecho -cada vez más velludo- del adolescente que seguía medio adormilado, después de uno de sus primeros días de COU.
Cómo odiaba esas imposiciones, cómo odiaba ese ambiente al que iba. Trajes de chaquetas, corbatas, perlas, peinetas y alfileres. En Córdoba no se vestían nunca de esa manera tan incómoda, ¿por qué para los toros había que ir así? Estaba deseando llegar a la plaza y que no hubiera espectáculo. Al carajo, dicen los toros que no salen. Se plantan. Pobres bestias. Ojalá salieran todos, pero a la vez. Y empezaran a saltar la barrera para empitonar al público tan bien puesto y preparado. Ojalá en la primera banderilla el toro suelte un "¡Tus muertos cortijeros!". Ojalá cojan de frente al torero y lo enganchen de la ingle. Pimba. Al puesto de socorro. Ojalá aquello fuera una sangría. Ojalá... Grrr. Gruñía. Mirando por el cristal de la ventanilla, solo tenía pitones afilados en su mente. Sangre. Refunfuñaba. Se removía en el asiento del coche. Pero allí seguía con su padre, camino de Pozoblanco para ver a Paquirri.



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