Se ajustó la gorra de plato como si fuera a verlo el rey. Se quedó en mangas de camisa porque, con la chaqueta, los cercos de sudor le saldrían antes de llegar al primer andén. «Nunca entenderé la manía que tiene este tío a jugar con tres defensas, es que nos quedamos vendidos atrás».

Empezó la ruta de guardia por las taquillas, esos pequeños puestecitos en los que confiesas a dónde deseas escapar, pero no te dicen nunca lo que puede llegar a costarte en realidad. Era el único vigilante de la estación aquella tarde y tenía que repartirse bien el tiempo en cada zona.
Una madre compraba el billete para su "pubertoso" hijo, el típico adolescente enclaustrado entre los auriculares del mp3 y las postillas del acné asesinado frente al espejo. Cuando la mujer le dio un beso, empezó un fin de semana de soledad que ningún abogado supo defender en la sentencia con las palabras “CUSTODIA COMPARTIDA”. «Si al menos tuviéramos al de Dejanovic en el centro del campo. Pero, claro, ahora está en su país jugando amistosos con la selección, como allí también tienen derecho a verlo… Anda que no lo vamos a notar este fin de semana».

Cuando llegó al puesto de revistas, saludó a Ramón, que sudaba apilando periódicos y souvenirs para los viajeros que quisieran entretenerse con algo durante el trayecto.
-Este domingo, ¿qué? A sufrir como todos los partidos, ¿no?
-Eso iba yo dándole vueltas en la cabeza. Que a ver qué hacemos…
Buena gente Ramón. A punto de jubilarse. Lo dejó gesticulando frente a un guiri que no se aclaraba con el precio por más señas que le hicieran. Siguió la guardia. 
Bajó las escaleras mecánicas con las manos atrás, mirando los autobuses aparcados como el dueño de una finca ve su ganado pastar. En el banquito delante del tercer andén, doña Mercedes, vestida con su falda negra y su camisa de riguroso luto, seguía con la mirada perdida en el suelo, alimentando una nostalgia recién nacida, después de dos besos y un “cuídate, abuela” que se le quedó clavado como la peineta de una mantilla en el moño enlacado y lleno de canas. «Me cago en la leche. Y al Albertiñez que lo siguen poniendo. Por Dios, si ya no está ni para veinte minutos. Coño, hace tres o cuatro años no digo que no, pero es que ya tiene una edad. Y si queremos ganar algo, hay que irse olvidando de esas viejas glorias». Silbaba para disuadir el cabreo al que le iban llevando sus reflexiones. También para disimular, por si se notaba por fuera, su estado de nerviosismo. El partido de esta semana no se presentaba muy claro. No era un hombre muy optimista...

Cuando pasó por delante del autobús que se dirigía a los campos de Huelva, vio darse la vuelta descaradamente a varios africanos. Llevaban en sus caras una culpabilidad cosida a base de acusaciones. Y en las espaldas, una chincheta puesta con los reproches sufridos durante años. Soltaron sus macutos, suspiraron y abrazaron a sus esposas. Una de ellas, cargaba con un bebé sostenido en un pañuelo amarrado a la cintura. Los churretes de la nariz no entendían de horarios ni autobuses. Los rumanos no se abrazaron a nadie. Subieron a escoger sitio con ventana, se les humedecieron los ojos y preparaban las manos para llenarlas de callos. «Es que nada más que tenemos extranjeros, coño. ¿Cómo va a ir bien un vestuario en el que solo hablan español dos tíos y el resto viene cada uno de una punta del mundo? Eso sí, los negros, vaya cómo corren… Eso nos viene bien. Y el brasileño sí que sabe regatear. Con eso podemos hacer algo».

Y dio la vuelta, tocaba empezar de nuevo. Como todos los viernes, iba de andén en andén, echando un ojo a todos los viajeros. Parecía estar pasando lista, saludando a los chóferes, y convirtiendo su porra de goma en el bastón con el que Chaplin hacía malabares, mientras la pantalla se fundía a negro, rodeándolo en un círculo de luz y buen humor.

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