El flamenco es una mujer. Una de rizos oscuros. Improvisa. Crea. Vive de inventarse algo todos los días. Es una artista que se crece en el escenario. Siempre la tendrán por exótica, pero no hay nada que sea más de aquí y más auténtico. Es una vieja que ha perdido el prestigio que las modas le dieron. Son cinco minutos de impulsos y prohibido quedarse en blanco. El flamenco es un zapateao que suena como un latido. Hay quien intenta medirlo, pesarlo, escribirlo. Pero el flamenco no sabe de métricas ni de pasos. Sabe de arte. El flamenco es una familia de un corral de vecinos, que no sabes dónde empieza ni cuál es el último hijo. Son nombres de leyendas grabados en piedra a base de palmas y tacones. Es la melodía pintada en el aire por la mano de una bailaora y esculpida por una guitarra. La voz rasgada en un quejío que dolió más cuando se escribió que cuando se cantó. El flamenco es un nieto cuidado por sus abuelos y rodeado de primos. El ruido de un patio. Un hechizo que dura hasta el final de una copla. Una noche encerrada en un agujero y debajo de seis cuerdas largas. El amor que ya no queda. El desamor que emborracha. Un genio que nunca muere. El coral brillante. Una mano que avisa. Un cajón hueco. Unos zapatitos gastados. Un segundero hecho con palmas. Un abrigo de mantones. El pan en la posguerra. Un fuego en noviembre. Una noche de agosto. Una novela sin capítulos. Un libro sin portada. Es el sur, el norte, el este y el oeste. Un ruido que tiene sentido. El flamenco es una mujer que no ha dicho la última palabra.


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