«El parque está cerrado». La única idiota que tuvo que trabajar aquel día, estaba en la puerta de las taquillas informando de que «debido al mal tiempo, el parque ha tenido que cerrar».

Amenaza tormenta desde por la mañana. El cielo es como esas alfombras de pelito gris de Ikea que al tocarlas se quedan las huellas. En casa, el niño ya ha agachado la cabeza, después de la enésima discusión de sus padres. El pasillo se convierte en una autovía de reproches en dos sentidos. La pequeña cierra la puerta de su cuarto como el que bloquea el móvil cuando ya tiene suficiente Twitter. Su hermano, sin embargo, ve en un primer plano que la posibilidad de intervenir como pacificador se derrumba como una de las Torres Gemelas. Su impotencia le humedece los ojos. Los padres señalan con el dedo sus caras de asco. El niño, hundiendo la nariz y la boca en una toalla colgada en el cuarto de baño, alza la voz medio ahogada para superarlos y pide un alto el fuego «Separarse o divorciarse ya, pero dejad de discutir». Igual que las presas de los pantanos que ceden en las películas trágicas, de sus ojos empieza a desbordarse un torrente de lágrimas acumuladas. Como si ninguno tuviera la culpa, se dicen «¿Ves lo que has hecho? Díselo otra vez, chico». Esta vez la voz es más rabiosa que lastimosa. El silencio congela el pasillo. Suena la puerta de la habitación de la niña. La ha abierto. Todos cogen aire como los ecologistas de ciudad cuando llegan a un pueblo recomendado por la web. Los padres se miran y comprenden que hay que rebajar la tensión; distraer a los chicos y ya hablaremos más adelante. La solución que se les ocurre para hacer olvidar aquella escena desagradable es llevarlos al parque de atracciones.


 

 

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