«Después de tantos años, por fin he conseguido librarme. Sé que es duro, hijo mío. Pero la vida con tu padre nunca fue fácil. Verlo ahí tirado, en la cama, con esa cara de sorpresa eterna, me da una tranquilidad, una paz, que no había sentido en años. Por más que puse de mi parte, por más abierto que tuve el corazón, nunca conseguí que tu padre controlara la bestia que llevaba dentro. Nunca supo amarme. No, hijo, no. Cuando amas, no haces el daño que tu padre me ha hecho toda la vida. Siempre intenté ser una mujer de su agrado. Nunca tuve más miras que hacerle feliz. Le llevé las cuentas de la casa como él nunca supo llevarlas. Le tenía la ropa limpia, le cocinaba cada día, nadie le hacía de comer como yo, te lo aseguro… Pero nada suavizaba la piedra que tenía por corazón. Algunas mañanas, cuando le traía la bandeja de higos que siempre le gustaba desayunar, parecía que dibujaba sin querer una leve sonrisa. Una mueca. Eso es todo lo que recibía cada mañana. Al rato, cuando se levantaba, la casa volvía a convertirse en el infierno que siempre me pareció. Sé que para vosotros no ha sido tanto, pero eso es mérito mío, hijo. Conseguí tapar con una manta los gritos y las palizas. Sí, me he sentido muy sola. Pero yo sola acepté seguir aquí. Por vosotros, hijo, ¿por qué va a ser? Vosotros erais la fuerza de cada día. Pero no te preocupes, tu vida sigue adelante y la mía empieza de nuevo. Le daremos un entierro digno, aunque no se lo merezca, aunque lo que me apetecería es dejarlo tirado en el campo, con un escupitajo en la cara. Lo siento, hijo. Pero han sido muchos años de dolor. Te dejo con él. Despídete, si quieres. Yo ya le he dicho todo lo que le tenía que decir. Cierro la puerta para que te sientas más cómodo a solas. Ah, por cierto, no bebas de esa jarra, ni pruebes los higos de la bandeja».

 


 

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