«El hijo de la gran puta ha sido detenido esta misma mañana». Estalló la revolución. Cuando aquel reportero del telediario se atrevió a llamar a las cosas por su nombre, la historia del periodismo cambió en el país. Las otras cadenas de televisión decidieron copiar la idea y ya no quedaba un reportero que no hablase con sinceridad y de manera explícita.

Después le siguieron los periódicos: «El chorizo llenó su cuenta con las arcas del ayuntamiento. Sus colegas igual de sinvergüenzas le defendieron y como los votantes a veces parecen gilipollas, la cosa no cambiará». Asesinos, ladrones, corruptos… recuperaron el título ganado a pulso; perdieron los calificativos débiles y descripciones suaves, insulsas, que se inventaron en las facultades de comunicación o en los equipos de redacción de los medios para no hacer daño. Desaparecieron expresiones como “presunto autor” o “principal sospechoso”.

«Hoy nos encontramos con la familia del depravado, ¿cómo se siente al darse cuenta de la asquerosa educación que ha proporcionado a su hijo?». El público aplaudió la iniciativa, demandaban cada vez mayor claridad; los tertulianos perdieron su trabajo, ya había quienes unían improperios y actualidad sin necesidad de consumir estupefacientes. Los delicados e intocables futbolistas se convirtieron en «inútiles millonarios incapaces de meter una bolita sin instrucciones de un equipo de 20 entrenadores y miles de personas detrás». Los cines empezaron a tener solo taquillazos; no se veían en cartelera los «bodrios de gente desgraciada ni superhéroes más repetidos que los especiales de Navidad». Los premios de periodismo se daban por honestidad y sinceridad. Todo era más sencillo y campechano, sin retórica, sin hipocresía.

Por suerte, nunca entraron a valorar ninguna puta mierda de artículo ni blogs de escritores frustrados. 

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