Un crujido en el externón, como una presión, un tipo de angustia. A veces, al releer textos escritos hace tiempo por uno mismo, algunos de los que jugamos a ser escritores sentimos un malestar enorme. Esa sensación pocas veces mejora cuando se continúa leyendo, como queriéndole dar una segunda oportunidad y se mira al texto con condescendencia.

Después de ver la segunda temporada de White Louts, recordé los artículos que escribí de la costa amalfitana como un instagrammer o vlogger, describiendo mi viaje. Fui a releerlos y... horror. Ni como guía ni como literatura: aquellos posts no valen. El crujido llega cuando piensas si lo habrá leído mucha gente o no; si es un blog pequeño, no debe haber llegado muy lejos; pero tus amistades o familiares sí, los colegas en Twitter, los grupos casi anónimos de Facebook... Sonríes con cara de dios mío, qué he hecho. Estos posts podían, y pueden, engrosar las listas de los enlaces webs que ensucian la red sin contenido ni sentido, sin gracia.

Para redimirme de mis errores, u horrores, he decidido convertir aquellas insulsas odas al turismo barato en relatos o pequeños textos algo más decentes a los ojos de un buen lector. No un lector, sino un buen lector. Ya decidí en su momento no hacer más guías como si fuera el navegador del coche; ahora quiero convertir todo aquello en "algo". Y empezar con Amalfi no es poca cosa.

 


 

No es que vivamos engañados con Amalfi, es que no nos lo contaron todo. Aquellos turistas millonarios que llegaban al sur de Italia en las películas americanas nunca lo hicieron en autobús. Ni en ferri. Hollywood nos enseñó siempre un ideal italiano inalcanzable en lo físico y tercermundista en sus costumbres. La mirada torva, por encima de las gafas, de la taquillera de la estación de trenes de Nápoles no salió en ningún largometraje. Su nula capacidad resolutiva, tampoco. No es caos, porque ellos se entienden. Así que, como dice mi padre "más sabe el loco en su casa, que el cuerdo en la ajena".

En Salerno empieza una ruta de autobús que recorre toda la costa amalfitana. Desde la misma plaza de la estación de trenes, hasta doblar la curva del "empeine" de la bota. Termina en Sorrento.

Treinta y siete paradas que solo serán paradas si avisas que quieres bajarte. Un conductor de cadenita de oro sobre una colcha de vello en el pecho, rebosante por el botón desabrochado de la camisa; gafas de sol de cristales sepia; y como único lenguaje el napolitano sureño incomprensible hasta para los propios italianos, de vocalización suave y gesticulación profusa.

La carrera por un sitio en la ventana -o por un sitio, simplemente- merece la pena; la belleza de los acantilados, la gama de azules que terminan convirtiéndose en verdes, los racimos de casas apiladas en laderas imposibles, los huertos dorados por limoneros que se vislumbran a lo lejos, detrás de caseríos adornados con un autóctono sentado en la puerta de madera, con un palillo en la boca; el viaje que te habían prometido empieza cuando el autobusero consigue driblar las cientos de curvas previas a tu destino y un grupo de turistas con ojos rasgados bajan tantas maletas como para pensar que están de mudanza.

Mi viaje lo empiezo en Amalfi, porque Amalfi es el principio. Su porta marina, con el mosaico en el frontal que explica su historia, su origen pescador, es el arco de entrada a un escenario que parece de cartón piedra, el parque temático animado por pintorescos camareros de los que te ofrecen limoncello en todos los idiomas, pero te amargan el camino. Las tiendas de souvenir ya te avisan que los limones son la seña de identidad y que los precios podrían ser peores.

Color y luz, antes de llegar a la plaza de San Andrés, donde la catedral se eleva sobre una escalera de mármol como si realmente fuera un camino celestial. Su extraña composición de materiales y colores, tan alejada de las góticas o románicas del resto de Europa, no hacen pensar que sea una catedral. No sé cuántas fotos llevamos ya, pero con una buena cámara y un buen modelo, las marcas pueden hacer maravillas en aquel escenario; sentados en la cafetería del hotel central, esperando aquel chico que aparcaba su Vespa y al quitarse el casco te enamoraba solo con ver su pelazo moreno; o esa chica de tobillos delicados que pasea sus tacones sobre una calle adoquinada, con pañuelo al cuello, gafas de sol impenetrables y busto de escultura. Mientras tanto, el camarero medio calvo, con bigote cenizo, altura como para pedir ayuda cuando necesita abrir las sombrillas del velador y una libreta de la que rebosan páginas descolgadas, te cuela un capuccino por más euros de los que un americano sabrá calcular a dólares. Eso sí, con una sonrisa que ni los payasos asesinos de Stephen King.

 


 

Con el regusto del café y su precio, te apetece seguir paseando, seguir subiendo. Aquellos pueblecitos que vimos en el camino estaban hechos de cuestas como raíces de un árbol, de las que cuelgan casas, hoteles y heladerías. Paradas interesantes hay cada vez que tengas ganas de sacar la cámara; pero la fuente de Cape e Ciucci y el Belén gigante sobre la fachada de un bloque de pisos son los puntos más pintorescos. El primero lo aprovechó un restaurante con visión empresarial y un horno de piedra; y al segundo no todo el mundo llega, porque está alejado, aunque en la misma calle, de todo el tinglado turístico. Por medio, guindillas secas en las paredes, salumerías de vendedores zalameros, azulejos descendientes de los mosaicos romanos y un horizonte en el que se difumina la cuesta empedrada.

Las casas siguen subiendo, las tiendas ya no, los hoteles apenas, y este artículo termina, después de darme cuenta que de una tirada y sin una relectura, no es posible publicar en el blog algo que merezca la pena, igual que pensar haber conocido Amalfi habiéndola visto solo una vez en la vida...




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