Escribir sobre la guerra es arriesgado. Se puede caer en la demagogia barata, en la sensiblería, pero también en las descripciones explícitas de la muerte, la sangre y las imágenes fáciles. Ni siquiera contar cómo se ha llegado a producir, dónde empezó todo, cuándo echó a rodar; se cae fácil en el discurso político y en un texto panfletario grandilocuente. Creo que no seré capaz, a día de hoy, de hablar sobre la guerra de Ucrania. Ando escribiendo sobre el golpe de estado en el 36 y tengo más cuidado que cuando escribí de los narcotraficantes de mi barrio en mi novela Hermano Pablo. Seguro que esto me traerá más enemistades. 

En mi casa, cuando yo chico, mis padres no leían periódicos y las noticias de la televisión no eran comentadas ni discutidas en las sobremesas; no teníamos sobremesa. Éramos de comer y cada uno por su lado. Los fumadores suelen aprovechar ese momento para encender un cigarrillo, como los futuros divorciados buscan la excusa perfecta para empezar una discusión. Pero ni mi madre fumaba por entonces, ni mi padre llevaba mechero en el bolsillo.

Ahora, de mayor, tampoco tengo el hábito de la prensa. Odio los clickbites y los titulares engañosos; en mi tiempo libre, en las pocas horas de descanso, no me apetece escudriñar un texto periodístico; me da pereza analizar si me están mintiendo, si la información está sesgada, si es una verdad a medias... ni tener que leer mil fuentes distintas para llegar a una conclusión. Por eso puede que esté muy desinformado sobre la política actual y los temas geopolíticos; ya ni en fútbol me apetece más que ver el partido de mi equipo.

Solo me queda confiar en los libros del futuro, en los que hablen de este conflicto como Zweig escribió del siglo XX en "Memorias de un europeo". Aun así, habrá que tener cuidado.

El libro de Stefan Zweig casi parece una novela. Y una adaptación al cine podría originar una película digna de Óscar: el drama de centroeuropa en esos treinta años de los que se recuerda poco más que guerras.

Desde el principio, el estilo directo del autor y su manera de escribir, sin artificios, hace que la lectura sea agradable, cómoda. Gran mérito de la traducción conseguir un texto casi melódico, fluido, en el que las frases, pese a varias comas y yuxtaposiciones no resulten excesivas, ni alambicadas, ni olvides qué estaba contando al principio de la frase. He llegado a pensar que alguna vez visité Viena, que viví el principio de siglo, gracias a la narración de su infancia, en una Europa totalmente distinta a como la conocemos hoy y una Austria aún decimonónica, sobre todo en lo moral y lo artístico. En su devenir por las guerras y su viaje errante no cae en buscar la lágrima fácil, aunque a veces la pueda provocar; sino todo lo contrario, cuenta ese rayo de esperanza, esa mínima ilusión por salir adelante de una generación que quiso cortar con todo lo establecido en Europa como inamovible artísticamente y, sin embargo, se chocó contra un muro de egos políticos, negocios armamentísticos y esvásticas en las universidades. Tampoco es un texto naif o ingenuo. Ni frívolo. Es de los mejores libros que he leído sobre ambas guerras mundiales (de la primera, reconozco que apenas sabía sobre el atentado en Sarajevo y poco más) y sobre cómo lo vivieron los habitantes de aquella Austria a la que dieron la vuelta como a un calcetín y la Inglaterra fría y seca que no aguantó más la prepotencia del hombre, según Zweig, que más odio ha mostrado tener en la historia de la humanidad, Adolf Hitler. También París es protagonista y, como me pasó con la película de Woody Allen "Midnight in Paris", he disfrutado de las alegres y cultas charlas de los mayores intelectuales de la época, en los cafés y asociaciones donde se reunían, a veces a escondidas, junto con otros artistas como escultores o pintores, para comentar, discutir, valorar sus obras; adular a autores clásicos; o dar una visión del arte contemporáneo más cercana y sincera que la de cualquier crítico bien pagado.

Supongo que por estas dos malditas guerras, aunque también después llegaron otras menos graves o, al menos, de menor repercusión política y mediática, el siglo XX, a los ojos de muchos humanistas, es un siglo triste, oscuro, casi al nivel de la época medieval. Siempre se lanza un mensaje negativo, poco optimista y, sin embargo, se olvidan los avances en la medicina, el aumento de la esperanza de vida, el progreso, en definitiva. No un progreso entendido como tener un móvil siempre conectado y poder tuitear sobre este post o sobre lo despechada que son las artistas abandonadas por sus maridos futbolistas; progreso en el sentido de la comodidad del pueblo, la estabilidad, la tranquilidad. Aunque, bien es verdad, que esa estabilidad era la que tenía la mayoría de los europeos que comenzaron el siglo XX o los ucranianos antes de 2014... Quizás yo haya sido muy ingenuo toda la vida o haya tenido muchas comodidades que otros no han podido disfrutar. Pero he sido bastante positivo cuando resumo el siglo pasado (del que sólo viví los últimos trece años). Puede que mi pasión por la ciencia y la tecnología haga que vea el siglo XX como el mayor y más importante de la Historia.Y como no me gusta discutir, no plantaré cara al que me presente otros argumentos, ni intentaré convencerlo. Pero tampoco lo hará él a mí.

Desde bachillerato tengo marcada una frase que me dijo Amalia Gómez (antigua dirigente política del Partido Popular, activista en la Cruz Roja y, por supuesto su éxito profesional: mi profesora de Historia en 2º de bachillerato): "Solo hay tres cosas que el hombre nunca ha sido capaz de hacer desaparecer: el hambre, la pobreza y la guerra". El problema es que, por muy optimista que yo sea y más "estabilidad" sienta; por más avances científicos y logros consiga la humanidad; siempre hay alguien dispuesto a coger un arma o provocar que otros la cojan. El dinero, el ego y la incultura, pienso, son los principales ingredientes de cualquier conflicto bélico. Componen una trenza que se convierte en una mecha muy fácil de encender. Y, aunque no todo el mundo lleve mechero en el bolsillo, cualquier ególatra con dotes de comunicación puede encender la chispa.





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