Ella, la típica americana de película de instituto, con ojos azules y melena rubia con mechas. Él, típico italiano del que se enamora la típica americana de película de instituto cuando viaja a Positano; ojos oscuros, una camiseta que marca torso y bíceps, salpicada por salsa de tomate.

Desde que abrió el restaurante al mediodía, Tomasso lleva mirando a las chicas que juegan al voley; unas veces tienen el balón en las manos y otras una botella de algo que ayuda a subir los colores de sus pieles claras. Emily se acerca a por un trozo de pizza; no ha desayunado y la más barata le apetece tanto como la más cara. No entiende los euros. Tomasso le coge lo que vale de su mano abierta. El roce provoca más que un rato de miradas en silencio y una sonrisa brillante. Emily ha pagado, pero no quiere irse de allí. Al chico lo baja a tierra un señor sin camiseta y más pecho que Emily; seguro que no pide una porción suelta.

La americana parece más rubia sentada en la terraza, con medio cuerpo mirando al mar y la cabeza girada hacia la barra. Tomasso tiene una cola de clientes que no lo dejan respirar; ninguno habla italiano y a base de señas vende margaritas, funghis, 4 estaciones y barbacoas... Entre cliente y cliente, sonríe mirando a la chica; ella se gira y se toca el pelo, solo está comiendo su pizza.

A las cinco de la tarde ya no hay prisas. Ni prisas ni pizzas. Las campanas de Santa María Assunta retumban en todas las callejuelas que forman el laberinto de cuestas de Positano. Las tiendas de artesanía se llenan de gente que solo mira y de alguno que se acuerda de alguien al que llevar un recuerdo. Al voley ya no juega nadie; la pista es un campo de batalla con cuerpos tirados por medio, abrasados por el sol mientras dormían veinticuatro horas de fiesta y catorce botellas de lo que fuera aquello que les vendieron. Emily ha vuelto tres veces más al restaurante: la primera vez buscaba el aseo; después, un refresco; y la tercera vez no sabía lo que buscaba. Tomasso por fin deja la barra, se lava las manos y se despide de la cocina. Ve a la americana y quiere presentarse. No tiene miedo y el no ya lo tiene. Algo de inglés ha aprendido este verano. Hello. Thanks. Five euros. No credit card. Emily está sentada comiendo un helado; de espaldas a lo que viene y los pies sobre una mesa. Tomasso se prepara como si fuera a salir al escenario: se yergue, se atusa el pelo, hincha el pecho, se aclara la voz. Algo interrumpe su camino.

Josh, gafas de sol en la frente, piel color cangrejo, gorra de Indianápolis, camiseta de universidad elitista y chanclas ruidosas que al andar suenan como alguien aplaudiendo. Se acerca a Emily y la agarra de la mano. La levanta y la coge por la cintura; ya se van de Positano, el Ferri a Capri sale en seguida y están repartiendo limoncello; hay que coger sitio. La sonrisa de Tomasso parece tallada en piedra. Emily no gira la cabeza, ni se despide de nadie que pudiera estar en la terraza, pero deja la servilleta del helado en el asiento. Tiene algo escrito: Gracias por su visita. Ciao.

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