La relación se ha enfriado. Resulta irónico, tratándose de un heladero. Lo noté el año pasado, en la época de calor, que es cuando vuelve a trabajar. No sé si me vio con mi novia y se vio extrañado, o es que no se acordaba de mí, pero lo noté frío. Más que los cristales que nos separan cada vez que voy, los que protegen esos benditos y cremosos sabores repartidos de forma cruel, dándole una colorida barrera entre nosotros y suponiendo un debate interior en cada cliente, al tener que tomar parte por alguno de ellos. Los más afortunados y acaudalados pueden llegar a elegir dos distintos. Aun así, parece que en los últimos tiempos ha vuelto a resurgir ese... no sé qué que teníamos.

Hace algunos años, pasando una mala racha en la que mi mujer, por aquel entonces mi novia, instauró un régimen de "cese temporal de la convivencia", solía visitar su heladería cada tres o cuatro días. Como no me gusta el ron ni el whisky, no podía ahogar mis penas como hace la gente común, en un buen bar. Aunque no puedo negar que mi asistencia al Blanco Cerrillo de Tetuán también cumpliera una función exponencial positiva en aquellos meses tan bonitos de verano. Cumplí mi "condena marital" como lo haría Bridget Jones o cualquier adolescente protagonista de un relato de la BRAVO o la SUPERPOP, con una tarrina de helado. Aunque yo, prefería un cucurucho de 2'80 euros, que tenía mi querido amigo, preparado para mí, bañado en chocolate (el cucurucho, no el heladero). Ya quisieran las de la BRAVO un buen cucurucho como ese. Y sus lectoras. En fin, que me pedía el cucurucho bañado en chocolate con un sabor muy parecido a la straciatella -mi sabor favorito de helados, sobre todo del Rayas-, que se llamaba "Oreo". Se supone que es una violenta masacre de galletas oreos dispuesta sobre nata cremosa. Y el tío me ponía dos plantas de helado que le tapaban la cara mientras me lo entregaba con mi lengua saliéndose de mi boca, como al perrillo que le enseñan el paquete de DogChow sin abrir. Entonces, surgió de nuevo el amor. Vi aquel hombre maduro, metido en carnes, con nariz prototipo napolitana, canoso y sonriente, que sujetaba de manera cariñosa el cucurucho, con una cucharilla clavada en la punta del iceberg. Y entonces pensé en San Pedro, en las puertas del cielo, en todo el discipulado de Jesús y hasta en las reencarnaciones posibles que tendrían aquellas Oreos si fuese un adepto de Shiva y la diosa Visnú. Aquí se ve la influencia sobre mí de aquel "Templo Maldito" en la que no paraba de escuchar "Shankara, fortuna y gloria".

Y entablamos una amistad. Cliente-Heladero. Como un psicólogo. Está casado con una señora muy amable que también me dispone el manjar cada vez que voy y me saluda cariñosamente. Pero no es lo mismo. Este señor, con acento italiano, me explicó su procedencia, me contó que tuvo que moverse de la calle Arroyo porque el alquiler era un robo... y yo le conté lo de mi veranito de cojones, algunas cosas de fútbol -mi catetismo me obliga a hablar del Calcio italiano cada vez que escucho a alguien pronunciando como lo haría Dante- y varias trivialidades más. Y así pasó el verano. Hasta finales de octubre, ventajas de ser heladero en Sevilla. Como si fuéramos Danny Suco y Sandy, el final del verano me separó de él y del magnífico cucurucho bañado en chocolate y coronado por la cremosa y orgásmica crema de Oreo-Straciatella que le pondría a tu nutricionista la cara de un nazi en mayo del 45.

Volví con mi novia. Y volvió el heladero. Pero aquella primera vez que decidí ir a verlo (verlos,creo que no sólo iba por visitar a ese señor), me recibió frío, serio, como si no me conociera. Me extrañó aquel recibimiento, pero como me sirvió igualmente el cucurucho, salí de allí tan normal. Cuando el piquito ese del final, en el que siempre queda algo de helado derretido y está acumulado el chocolate que hace un punto de singularidad en la función f(x)=Cono, atravesó mi esófago y cayó en el mar estomacal uniéndose al resto de su misma especie, mi cerebro despertó y me sentí molesto: "¿Este señor es tonto o qué coño le pasa?". Y al poco tiempo fui a verlo otra vez. Oreo, 2'80 y siguiente. "Pero, bueno, ¿estamos locos?" Hacía hincapié, le miraba abriendo los ojos como si fuera un búho atento: "HOLA", con tono de "Cojones, que soy el del verano pasado, me dejé aquí una puta pasta a cuenta de mi exnovia y tus putas oreos que me convirtieron en un yonqui". Y él, frío, contestaba con un hola seco. Así que lo tuve que superar. Seguí yendo. Poco a poco, volvía a cogerme cariño. Pero terminó el verano de nuevo. El puente del Pilar y al carajo.

Sin embargo, esta primavera, cuando ha vuelto a abrir, lo he visitado varias veces y, aunque nunca llegué a imaginármelo ni pensé que pudiera pasar, me ha dicho "¿Lo de siempre?" y me ha vuelto a sonreír. Ha subido a 3 euros, pero se lo perdono, no soy rencoroso. El helado también lo vale.


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