Gerald Brenan se trajo de Inglaterra cerca de dos mil libros. Bueno, pidió que se los trajeran. Llegaban en arcones cargados en burro. Reconoció que los compró porque le daba vergüenza que con casi treinta años, solo había leído unas cuantas novelas juveniles y alguna antología de Shakespeare.

    Yegen es silencio. Un silencio absoluto. El silencio que se produce cuando las olas ya han roto en la orilla y se vuelven atrás. Es el silencio del campo. Un silencio brutal. A veces suena un gallo, que lo hace para demostrar que no es un escenario de cartón piedra. El reloj de la iglesia avisa los cuartos de hora. Han puesto un altavoz porque el pueblo ha crecido demasiado. Silencio. Si corre la brisa de las laderas de Sierra Nevada, puede que algún bisbiseo entre hojas de árboles se haga notar. Si no, puro silencio. El primer sonido brota del chorro de las fuentes. Hay una que tiene tres caños, donde empieza el sendero que lleva el nombre del escritor inglés, puesto que está al lado de su casa, donde se hospedó durante siete años, y es el camino que a él le gustaba hacer de vez en cuando. Una señora obliga a su burro a beber de la pileta. Lo amenaza con un palo y con dejarlo sin beber hasta la noche. Viene también con dos perros, que me miran con cara de pedirme un hueco en el coche y venirse a Sevilla conmigo. El burro, no. El burro tiene cara de obrero, aunque no lleva riendas. Un sábado de calles vacías. Las acequias siguen funcionando, como los últimos mil trescientos años. Agua abajo va. Un señor nos da los buenos días, sin mascarilla, pero con bastón, gorra y una rebeca puesta, abrochada al primer botón. Al menos se ve su sonrisa. Los ojos claros poblan la sierra granadina a sus anchas. Se nos clavan algunos durante el paseo, cuando intentan identificarnos. Buenos días. La mayoría responde. El pueblo se va acabando y la ruta hasta el peñón del fuerte, donde Gerald, don Geraldo, terminaba sus paseos, empieza a ser un camino de tierra más preparado para un catálogo y un anuncio del Decathlon que para uno de Hilfiger. El outfit urbanita de mi mujer ralentiza la marcha. El sendero es sencillo, pero incómodo. Nos empieza a acompañar un perro de finca. De los fieles y leales. Pelaje bonito. En cada curva elevada, en cada desnivel, en cada bache pronunciado en una hondonada, en cada barranco, se detiene y nos avisa del peligro. Llego a emocionarme con el servilismo del perro. Si nos paramos, él mira con cara de preguntarnos si vamos a seguir o no, cual monitor de scouts. Mi mujer mira adelante, apretando los dientes, la cara coloradísima y sus pulsaciones se ponen por las nubes. Odia a los perros y el camino tiene cuestas. Su combo perfecto. Varias huertas y revueltas después, se llega a un pedruzco rodeado de desfiladores o barrancos, no sé cómo llamarlos. Dejé el grupo de montañeros con trece años. El silencio del pueblo seguía sonando allí abajo. Las primeras notas de 'Recuerdos de la Alhambra' se me cruzan al divisar el paisaje y su horizonte irregular serrano. Se coge aire muy fuerte, que de ese no hay donde vivo. Y nos volvemos para justificar la humareda que sale por la chimenea del restaurante de nuestro hotel. Hay chuletillas de cordero. Y un plato de carne con tomate como tapa. Yegen es Yegen y su silencio. Los municipios de alrededor salen de pasada en la obra del inglesito. Veremos por qué.


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