Un riachuelo adoquinado cae calle abajo, envolviendo el ambiente encalado en el sonido eterno del agua, que decía Lorca. Por el tiempo, solo puedo visitar Pampaneira, pero están Trévelez, Juviles, Gólcor, Valor, Bérchules, Torvizcón... hay decenas de pueblecitos y aldeas que pueden ser visitados, si uno no le tiene miedo a las curvas y a los cambios de rasante.

Las infinitas alfombras de raíces bereberes, pero hechas esta misma semana, adornan las paredes blanquísimas de Pampaneira. Aquí hay más gente. Parece que está de moda y es un puerto de montaña donde empieza el camino hacia el pico del Mulhacén. El turismo cambia un pueblo. Se nota mucho más "retocado", para convertirse en un escenario. Pero consigo evitar el paseo escrito por los foráneos y callejeo por donde el silencio -otra vez el silencio alpujarreño- se mueve con total impunidad. Las vistas desde los balcones a la sierra son mucho menos lejanos. Un par de barrancos y una central eléctrica, en mitad del valle que rellena el pueblo, a base de casitas blancas derramadas sobre la ladera.

La carretera que llega hasta Lanjarón y Granada hace una curva en el centro del pueblo. Pasan las motos, algún ciclista. Este pueblo no tiene nada que ver con Yegen, porque hay coches aparcados. Sin embargo, algo me dice que su gente es igual de sencilla y acogedora. Quizás las paredes gruesas de arena, la mermelada recién hecha a mano, las hogazas de pan como ruedas de bicicleta, los telares que prensan el hilo de las alfombras con el pisotón de la hilandera... Hay algo escondido debajo del escenario para turistas. No tengo tiempo de averiguarlo si quiero volver con luz a mi hotel en Yegen. Quizás vuelva otro día, otro año, para descubrirlo.

Me monto en el coche con la sensación de necesitar más horas de luz y más días de vacaciones. Me cruzo con Enrique Ponce y su novia. Arranco y me vuelvo a Yegen.


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