En Arlés aprendí a disfrutar sin tener que hacer nada. También supe de las bondades de madrugar por una baguette recién hecha y hacer una tostada con chacina de la tierra. Van Gogh llegó a pintar más de trescientas obras o láminas, como la casa amarilla -de la que ya solo queda una placa en el suelo- y noche estrellada sobre el Ródano. Mi producción se basó en varias fotos a calles estrechas, comprar quesos y visitar restos romanos como el circo o el anfiteatro y las catacumbas, de muros con conchas incrustradas.


Llegué un domingo de mercado y atravesé casi dos kilómetroas de especias, quesos, embutidos y frutas. Arlés iba a ser mi campamento base desde el que partía a otros ciudades de alrededor: un pueblito como el de la Bella y la Bestia, Bonnieux, en el que temí tropezar con alguna pared y echar abajo el cartón piedra del que parecían hechas sus fachadas; Gordes, un fondo de pantalla hecho con casas color crema y tejas tostadas, apiladas sobre un cerro con efecto 3D; y las capitales de Nimes, Montpellier y Aix-en-Provence, modernas cada una a su manera. De Avignon ya hablé; fue donde me volví a enamorar. Pero estábamos hablando de Arlés. Arlés... Mi apartamento era el piso bajo de una casa de dos plantas, con un ventanal enorme, delante de un balcón de rejas a la calle, y una librería con ejemplares en francés de todo género literario. Eché un vistazo a los de viaje, por si la Provenza tenía algo más escondido como Arlés. Una chimenea limpia en verano y una cama en la que apetecía hacer el amor sin tener que abrir las sábanas.


Hay calles que siempre parecen estar en decadencia, aunque el tiempo pase por sus aceras como el agua que les cae en las lluvias de primavera, ligeras y directas al foso de su circo romano. Todo es lento y para nada. Las noches de Arlés se iluminan con un hilo de bombillas en la plaza del Foro, cuando la terraza se convierte en el paisaje que Van Gogh no pudo realmente mostrar cómo era, aunque casi lo consigue, en su Terrasse du café le soir. Un pueblo de cuento hecho por romanos, adornado por artistas bohemios y con la luz más clara de todo el sur de Francia. Enredaderas de atrezzo en fachadas con una bicicleta en la puerta; veladores de sombrillas abiertas desde que Gaugin pidió que se las abrieran una tarde; una catedral con un convento de claustros umbríos, frescos, y una terraza en la que reflexionar mirando a la campiña arlesiana. La vista no será capaz de llegar nunca al horizonte.

 

Quiero volver. Dudo mucho que no me moviera a otros pueblos, pero volvería a buscar ese fresco de la mañana, envuelto en silencio absoluto, que me erizara la piel, aunque sea pleno agosto. Volvería solo para disfrutar sin tener que hacer nada.

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