Al abrir los ojos empecé a verlo todo blanco. Estaba tumbado -lo noté al sentir la espalda y el cogote fríos apoyados sobre algo pétreo, duro- sobre un mármol que reflejaba la luz hacia mí con violencia. Tuve que volver a cerrar los ojos. Los entreabrí. Giré la mirada a mi izquierda -porque a la derecha sólo tenía un muro igual de níveo y rocoso que el techo que vi al despertar- y encontré un mar de agua cristalina en la que sonaba caer un torrente más que una catarata, cerca de esa cueva donde la luz salía tal y como entraba. Intenté incorporarme pero fue imposible; no había altura suficiente y salí medio a rastras. Cuando probé a mirar al cielo, no pasó un instante y me salió al paso un enorme gigante soplando por un cuerno para domar las aguas con su hipocampo. Las aletas del extraño ser sobresalían del agua y el soplido del gigante casi me tumbó. Tal era la fuerza del viento que salía del cuerno. Cuando conseguí apartarme, una mujer hermosa me ofreció una copa de vino. Decliné la oferta, pero ella insistió, mientras una serpiente se me subía por la pantorrilla, recorrió todo el torso y me pasó por el cuello, sin que yo hiciera nada para detenerla. Se alejó por mi brazo y llegó hasta la copa de vino pudiendo beber de ella. Volví a girarme al oir el estruendo de un enorme chorro de agua que caía no sabía muy bien de dónde. La abundante agua cristalina me di cuenta que seguía saliendo de una urna enorme que llevaba una mujer en brazos y parecía alcanzar la exedra sin rozar las aguas de la catarata que me despertó. Fui a probar del manantial y un monstruoso carro de mármol me detuvo. Era el dios Oceáno, que domaba las aguas desde lo alto de la escena, mientras yo, impertérrito, lo observaba con atención esperando poder hablar con él. No se detuvo, tiró de las riendas de su alado carro y provocó una ola que me envolvió, haciéndome voltear saliendo de aquella fantasía de mármol.

Cuando el oleaje se calmó, fui a caer empapado a los pies de un poderoso obelisco que custodiaban los 4 ríos más grandes del mundo. El Nilo me observaba con curiosidad, pero el Danubio me empujó y me hizo caer sobre un mar lleno de serpientes y monstruos marinos. El Ganges se reía sin parar y la Plata se alejó con los demás, mientras me abandonaban allí tirado. Me pude poner en pie gracias a un delfín que me sonrió para jugar un rato conmigo. ¡Qué poco tiempo estuvo el delfín! Desapareció también de mi lado sin que yo pudiera darme cuenta. Vinieron las hermosas nereidas, me rodearon, me provocaron bailando y chapoteando desnudas en el agua. Era el cortejo que anunciaba la llegada de Neptuno. La sombra de un nuevo carro de mármol apareció sobre mí. Era él. Me apuntaba con su tridente y recogía en su carro a las Nereidas, protegiéndolas de mi sucia mirada, de mis deseos sexuales y mis instintos más primitivos. Evité que me clavará su arma dando un paso hacia atrás y me trastabillé -siempre uno es consciente de sus limitaciones coordinativas, hasta en sueños o fantasías- tropezando con el murete que me tenía encerrado. El golpe fue brutal. No sé cuánto tiempo estuve inconsciente, pero, al despertar, un ejército de ángeles desfilaron sobre mí. Sus rizos, sus lanzas, sus cascos, sus sandalias me hicieron recordar a las representaciones del Arcángel San Gabriel, a la vestimenta de San Jorge matando al dragón... todos llevaban capa y alas. Me sostuvieron en el aire en cuanto pude recuperar el pulso y me dejaron en una roca, a salvo, en la isla Tiberina. Así, en el Tévere, me convertí en una más de las piedras milenarias que han visto pasear la historia y los artistas de una Roma imperial, barroca, renacentista, clásica y mitológica. Tallado el SPQR en mis costillas, siento pasar cada día el agua que limpia las vías romanas y sus fuentes. 



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