Mi lugar favorito del mundo para un descanso. Sin monumentos ni leches: playa y mar. La cal de las paredes esconde los inviernos de humedad y los barquitos de pescadores que a partir del mes de mayo se refugian de las hordas de madrileños y sevillanos que plagamos las dunas conileñas -yo desde hace tiempo ya no voy en verano, el ser "antistreaming" me obliga a ello-. El olor a sal en el centro, la sombra a los pies de la torre de Guzmán, el tronío del mar en Santa Catalina. Todo me trae el recuerdo juvenil de una sonrisa perfecta en una mujer que no lo era. El moreno en la piel reseca, refrescada por la brisa del poniente o machacada por un Levante inoportuno, es la huella del paseo a través de ese paraíso de arena, ese desierto que se pierde hasta tarifa -otro ensueño de oasis a las órdenes del Levante y en el que pienso cada vez que oigo "Libertad"-. Nadie. No había nadie la última vez que fui. La playa no sufría el azote del viento ni le clavaban aquella mañana ninguna sombrilla. Un jueves, un viernes. La gente local tenía cosas que hacer, los madrileños muy lejos, los sevillanos distraídos. Era Conil, entero. Y quise mirar al mar, sentado sobre mi sudadera -inútil con el sol de aquella mañana-, pero aguanté un suspiro. Me eché hacia atrás y quedé tumbado, oyendo las olas romper contra la orilla, alguna gaviota buscando qué comer, alguna furgoneta cargando y descargando pescado en el bar del fondo, pero muy al fondo. Y cerré los ojos. Es imposible que no vinieran a mi cabeza aquellas noches sueltas que pasé cuando era un chaval. Bueno, vale, un niñato. No era Jesús Castro en "El Niño". Estaba en la ESO, y eso, me diferenciaba de los compadres que se recorrían el pueblo arriba y abajo con sus motos y sin casco, no vayan a decir que ellos eran menos. Y fueron noches sueltas. Nunca tuve un piso allí. Fui de visita, fui porque quise, fui cuando una vez tuvimos que huir y fui cuando tuve un hermano allí. Pero no volví hasta hoy, ya casado, cuando a lo mejor ya no conviene recordarlo todo. Así que prefiero hoy olvidar, seguir tumbado, ya sin camiseta -el sol apretaba desde el principio- y escuchar el silencio. El silencio de conil.

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