Sentada en el grisáceo cheslong, rodeada de los cojines -también grises salvo uno rosa comprado por reyes- que nos acompañan en las siestas que suelen caer después del larguísimo día en la oficina, me mira con seriedad, con esa cara de institutriz que echa la reprimenda a un pobre niño asustado de orfanato. Sus ojos oscuros, marrones, pero casi negros, se me clavan a la vez que las palabras -elegidas con mucho cuidado, con tacto, pero con la propia naturalidad y confianza que da el matrimonio-. El rictus serio. La melena recogida en una coleta. Señal de haberse puesto "manos a la obra". O tenía calor. Y ahora corrige la postura, baja sus piernas semidesnudas del lado alargado del cheslong y se sienta con la espalda recta, las piernas juntas. Es un tema banal, trivial, pero le desespera hasta el punto de tener que llamarme la atención. No lo soporta más y, dejando a un lado los níveos folios impresos por ambas caras, con mi "intento" de novela, encima de la mesita chica de la sala, me señala con su bolígrafo corrector -utiliza un lápiz, aunque preferiría el bolígrafo rojo, el gris es triste, cruel en la corrección- y me echa la reprimenda por usar tantísimas descripciones. Y no sé por qué.


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